María Felicidad y Emperatriz Imperio eran a la sierra de Perijá lo que Dulcinea del Toboso a La Mancha. Entre montaraces y doncellas, se mostraban al mundo y se asomaban a él a través de sus ventanitas de Instagram. Ahí donde señores en Australia cocinan peces espada, o almacenan trastos en recipientes transparentes y mujeres en mallas practican pilates de pared en Bahamas, las hermanas Imperio buscaban sus treinta segundos de fama. Eran pastoras del nuevo milenio dispuestas a salir de su atalaya a salto de likes. Disponían las dos de un mismo teléfono, porque en la casa no había dinero para más. Excepto cuando se iba la luz y perdían el 5G, pasaban el día entero pegadas al aparato.
—¡Zánganas! ¡Vengan a ayudar con las bolsas del mercado!
Dubraska Imperio, una mujer alta, de piel morena, ojazos color miel, madre a la vez que padre y único sustento de aquella casa, se ganaba la vida conduciendo un Ford Fiesta. Igual transportaba un juego de muebles como hacía cruzar la frontera a comerciantes, viajeros y cuanta persona quisiera llegar a La Guajira con un precio cerrado. También hacía uñas de gel a domicilio, horneaba tartas para cumpleaños, bautizos, bodas o comuniones y cosía ropa por encargo. Lo que hiciera falta. Cada vez que regresaba a su casa, Dubraska libraba la peor batalla: conseguir que sus hijas le prestaran atención o la ayudaran, al menos, a cargar los paquetes que traía del mercado.
—¿Están sordas? ¿Estoy pintada en la pared? ¡Muévanse!
Ni caso.
—Cuento cinco y llevo dos, ¡suelten ese aparato ya! ¡No puedo cargarlo todo yo sola!
—¡Ptssss! —María Felicidad se removió en el sofá.
—¿No puedes esperar un minuto? —insistió Emperatriz—. ¡Estamos trabajando!
—¿Trabajando ustedes? —refunfuñaba Dubraska— ¡Por los clavos de Cristo!
María Felicidad y Emperatriz se llevaban poco más de un año. Felicidad nació en 2010 y Emperatriz en 2012, tras un parto de seis horas en la Maternidad Concepción Guajira. Felicidad era alta y delgada como un tallarín. Emperatriz era más bien achaparrada, paticorta y rechoncha. No eran unos genios, pero tampoco tenían nada que envidiar a sus compañeros de clase. Se pasaban el día pergeñando planes para ganar su primer millón de seguidores. Se dormían y despertaban con una sola idea: triunfar en redes.
Como ninguna de las dos lograba llamar la atención por separado, acordaron unir esfuerzos con una única cuenta de Instagram. El asunto era hacerse notar, convertirse en las influencers de Perijá Alto, uno de los lugares más remotos de toda la frontera. Un nombre en inglés tendría más gancho, pero tampoco sabían mucho, así que se decidieron por @perijamorochas, lo cual a la larga fue un problema, porque un prostíbulo de Tucumán tenía un nombre parecido. El equívoco les dio seguidores y algún que otro dolor de cabeza. ¡Pero a las hermanas Imperio nada las detenía!
Las niñas actualizaban su perfil todos los días, retratándose con filtros frente al espejo del baño o junto al sofá recién tapizado; machacando un palito de yuca con agua para hacer buñuelos o en el patio del Liceo Generalísimo donde cursaban básica. No siempre había cosas que mostrar, y menos en Perijá Alto, pero las Imperio eran tenaces como un dolor de muelas. Si querían alcanzar cien contactos interesados en su contenido, tenían que emplearse a fondo.
—¿Y si compramos seguidores? —preguntó María Felicidad.
—¿Con qué dinero? —replicó su hermana.
—¡Con criptomonedas, Emperatriz!
—¿Aquí en Perijá Alto?
Lo que una proponía, la otra lo negaba. No tenían talento especial: bailaban mal, no sabían cocinar ni tocar un instrumento. Cuando intentaron hacer tutoriales de maquillaje y peluquería, Dubraska les cerró el cajetín del baño con llave para que dejaran de gastar sus cosméticos.
—¡Para ganar dinero hay que invertir primero! —decía María Felicidad, como si supiera algo de finanzas.
Cuando todo parecía perdido, un concurso de la Gobernación del Estado Occidental les devolvió las esperanzas de convertirse en estrellas. Habría tres premios para la mejor video-carta dirigida a un futuro estudiante del año 2124.
—¿Cuánto tiempo queda de aquí a esa fecha? —preguntó Emperatriz.
—¿Mil años?
—¡Cuenta bien, Emperatriz! ¡No seas bruta!
Cuando al fin calcularon que se trataba de un siglo, apareció otro problema: ninguna llegaría a tener cien o ciento diez años.
—¡No me quiero morir! —gritó la menor.
Dubraska Imperio leyó las bases del concurso. Los tres primeros premios daban derecho a un teléfono móvil, una beca y una calculadora. Si sus hijas ganaban, cada una tendría su propio teléfono. Con que hablaran bien del futuro de Perijá Alto, seguro se llevaban el primero por aclamación.
Se sentaron las tres a redactar.
—Yo quiero que en 2124 se acabe el hambre en el mundo —dijo Emperatriz.
—¡Pareces Miss Perijá! —soltó Felicidad, entre risas.
Dubraska intervino:
—¿En qué trabajo yo? ¿Cómo me gano la vida?
Sus hijas se quedaron calladas.
—¿De dónde sale el dinero para pagar el colegio? ¿Y la comida? ¿Y la casa?
—¿De las uñas de gel? —balbuceó Felicidad.
—¿De los arreglos de ropa? —probó Emperatriz.
Dubraska negó. Las miró y le parecieron dos extrañas.
—¡Ah, ya sé! —saltó Felicidad—. ¡De los viajes que te contratan por la aplicación! ¡Por eso cuando se va Internet no puedes trabajar!
Una pequeña llama de redención se encendió en Dubraska.
—¿Y eso qué tiene que ver con nuestra carta? —preguntó Emperatriz.
—Mucho —contestó su madre—. Este teléfono me avisa quién quiere viajar, adónde y a qué hora. Si acepto, gano dinero.
Las hijas parecían otra vez en la luna.
—Hace veinte años, cuando el papá de ustedes se fue sin mirar atrás, yo me subí al Ford Fiesta y recorrí media sierra recogiendo pasajeros. Ahora ya no tengo que ir a la terminal ni recorrer media carretera para conseguir clientes: ¡los tengo a todos aquí! —dijo moviendo el teléfono de un lado a otro.
—Mamá —bajó la voz Emperatriz—, ¿te cabe tanta gente en el teléfono?
Felicidad le soltó un pescozón.
—¡Es la tecnología, Emperatriz! ¡El teléfono le hace más fácil todo!
—¿Imaginan todo lo que se podrá hacer con un teléfono en cien años? —preguntó Dubraska—. ¿Que aquí, en Perijá Alto, podamos comprar cosas con esto?
—¡Así no vamos a ganar, mamá! —protestó Felicidad—. ¡Eso ya se hace!
—Eso será en Miami, donde quiere vivir tu hermana. ¡Aquí no! ¡Cuando no falta el agua, falta la energía! ¡Y si no, cierra la frontera!
Las niñas guardaron silencio.
—Imagínense cuando no haya apagones y todo el mundo tenga estos peroles —dijo su madre, levantando el aparato—. Díganle a los alumnos de 2124 lo que ustedes ya saben. A lo mejor no les dan el premio, pero al menos serán conscientes de lo que tienen, cien años antes.