Juan Gómez-Jurado

Una orquídea

Pantalón de tergal, pata ancha rozando el suelo como capa regia, camisa estampada ajustada de cuello puntiagudo, una cabeza coronada con un lanudo casquete de rizos deshechos formando una esfera perfecta. Recortaba el cielo gris de la ciudad capital de provincia, la luz que incluso en el zénit del mediodía parecía débil y crepuscular. Es lo primero de lo que se dio cuenta Muh al bajar del tren: que la luz no es igual en todas partes y él se pasará las siguientes décadas buscando la intensidad de la del sur, levantando ligeramente el rostro hacia el cielo en lo que los habitantes del lugar interpretarán como una actitud de arrogancia. Igual que interpretarán como enfado su forma de hablar en un todo más expresivo de lo que se tiene por costumbre en estas tierras. «El moro grita, siempre grita el moro», dirán sin que se les pase por la cabeza que cada lengua y cada sitio tienen sus propios decibelios o que el esfuerzo por hablar una lengua que uno está aprendiendo sobre la marcha y sin más academia que la supervivencia pueda llevar a exagerar la prosodia. Pero «grita mucho el moro» se repetirá durante un tiempo en la ciudad asolada por un frío que Muh no sabía que pudiera existir, hasta convertirse la frase en el eco de sus tacones resonando en los adoquines.

Todo en él atraía las miradas de los transeúntes con los que se iba encontrando al vagabundear por unas calles en las que se iba adentrando como ratón en ratonera, sin saber muy bien dónde le llevaban. ¿Qué buscaba? Un lugar en el que pudiera entrar a guarecerse, algo con que calentar el cuerpo o la garganta para emitir los primeros sonidos en una lengua de la que apenas conocía algunas palabras. Por suerte le quedaban cigarrillos que chupaba como si en ello le fuera la vida, asidero oral aunque ni lo sabía ni se acordaba entonces de su pobre madre allá en el pueblo implorándole que no se marchara. Que tuviera que cruzar el mar era lo que más miedo le daba a la pobre mujer. Y con los españoles, ¿no te acuerdas ya de que con ellos murió tu abuelo? Nada detuvo a Muh. Otros se habían ido a Alemania, a Bélgica, a Francia, pero le habían dicho que pronto en España soplarían vientos nuevos y haría falta gente para trabajar. Así que se gastó sus ahorros en lo más moderno que pudo encontrar en el zoco de Nador y se hizo con los pantalones de tergal, la camisa estampada y unas camperas puntiagudas, estas en el mercado de segunda mano.

Sus andares eran una mezcla de lo que había visto en el cine de Zegangane: el de los actores indios, que llenaban la sala con sus animadas canciones mientras se pasaban el peine a lo Travolta, y el de los americanos con los pulgares prendidos de las trabillas del pantalón. Estaba seguro de que era lo que hacía falta para llegar a España y que le abrieran todas las puertas: presentarse con los atuendos más modernos que había visto. Nada de las pesadas chilabas de lana que en este frío seco empezó a echar en falta. El problema de Muh es que estaba en el tiempo adecuado, los vibrantes setenta, pero ni dio con sus huesos en la Madrid movida ni en la Barcelona desenfrenada. Tuvo que aterrizar en una muy castellana capital de provincia con señoronas de abrigos de animales cuyas colas no habían tenido a bien cortarlas y seguían ahí, colgando del cuello de unas mujeres que al verlas lo dejaron quieto del susto, sin saber muy bien si eran de verdad o una de las peligrosas apariciones de las que tanto hablaba la gente en su pueblo. ¿Cómo va a ser una mujer de verdad si le asoma una cola de vete tú a saber qué animal por el pescuezo? De lo que no se dio cuenta Muh es de que la mujer se asustó tanto como él al verlo en medio de una calle estrecha, tan alto y espigado, con su cinturón ajustado, la corona afro recortando el cielo.

En la Capital corrió como la pólvora: ¡un moro! No, no, ¡un negro! ¿Pero no son negros los moros? ¿Y cómo va a ser moro si viste como los Jackson Five? ¿Cómo va a ser negro si su tez es aceitunada, ligeramente más oscura que la de los andaluces y extremeños de las casas del sindicato? Pues será mezclado, qué va a ser. Lo que se sabía de él era que llevaba un peine y no dejaba de cardarse la lana.

Al fin consiguió Muh meterse en un bar que le recordaba en algo los cafetines de Zegangane y para disimular, para integrarse lo más rápido posible, pidió algo que todavía circulaba sin muchos problemas también en su muy musulmán pueblo: un quinto. Durante un rato nadie le habló, pero un par de cervezas después, habiéndose pasado el peine por enésima vez, se atrevió a pronunciar lo que era su objetivo: «buscando trabajo».

Pasó días dando tumbos, dando tanto que hablar que hasta se convirtió en un personaje más de la fauna de esa ciudad. Tuvo que ser el rojo el que le echara una mano al moro, precisamente, no te acuerdas ya de lo que hicieron con vosotros la última vez que vinieron. Pero nada, el rojo no tenía memoria ni rencor y sabía dónde hacían falta manos para trabajar. En gerundio y no en infinitivo, como hubieran esperado de él los parroquianos.

Así salió Muh del vagabundeo y encontró lo que anhelaba: algo con lo que ganarse la vida y hacerse valer como un hombre, respetable y respetado. Pero al disponer ya del primer jornal y un cuartucho que más que una vivienda parecía un corral, el peor trance no fueron los callos en las manos ni la espalda agotada; lo que iba posponiendo por resultarle un estorbo molesto del que le habría gustado olvidarse para siempre era la tarea pendiente que le quedaba: dar señales de vida. Se lo suplicaron la madre y las hermanas al partir: en cuanto llegues haznos saber que ya llegaste, no nos dejes en vilo creyendo que se te tragó el mar, que ya no volverás. Le molestaba esa exageración siempre trágica de las mujeres de su familia, que era la exageración trágica de las mujeres de su pueblo y que él creía propia del género femenino. Gemían tanto en las despedidas que a punto estuvo de irse sin decir nada. Haz el favor de pensar en tu madre, le había advertido el padre, que no sollozaba y mantenía el tipo pero lo envolvía en la misma telaraña de afectos cargados de deudas con el que lo abrazaba esa mujer doblegada por diez embarazos y las fatigas propias de su condición en el campo rifeño.

Se dispuso Muh a acortar la distancia con los parientes de allá abajo. Ahora su tierra quedaba al sur y él, en el mapa de su madre, quedaba simplemente en el «extranjero». Una carta no podía mandarle: ni él escribía el árabe ni ella lo leía, ni era esa la lengua que compartían. Necesitaba un radiocassette de los que grababan, pero los que había visto en una tienda del centro valían un dineral. Le preguntó al Rojo como pudo cómo podía conseguir uno y éste no entendió muy bien para qué quería semejante artilugio. Para carta, le dijo. ¿Cómo una carta? Las cartas se escriben. En rifeño no, el rifeño no tiene letras. Lo comprendió luego cuando en el bar le mostró el armatoste que había traído de vete tú a saber dónde: metió una cinta y se dispuso a recitar todo lo que tenía pensado a ese aparato. Pero la cinta rodó y lo único que grabó fue el silencio. La paró Muh, la rebobinó, se pasó el peine por su tupida corona y haciendo como que no había un coro de hombres pendientes de cada uno de sus gestos consiguió empezar su misiva: «En nombre de Dios el clemente y el misericordioso, queridos padre y madre y hermanas, espero que estéis bien y que gocéis de buena salud. Os saludo para deciros que me encuentro bien y a salvo y que ya tengo un buen trabajo».

La grabación tardaría unas semanas en llegar a la tienda de Zegangane a la que iba todos los jueves el padre, que podría oírla ahí mismo con el radiocassette del tendero y haría llegar las palabras del chico a la madre en un escueto resumen: «Está bien y te manda un barco lleno de abrazos».

La madre tardaría un tiempo en volver a oír la voz de su hijo y lamentaría el destino de la tierra estéril que les había tocado en suerte. Mi vientre ruge de añoranza, les diría a las vecinas mientras golpeaba la lana de la chilaba del marido contra la piedra en el río en el que lavaba la ropa. Estaba a punto de la desesperación cuando llegó una carta con una cinta y una novedad: que el jueves día tal, a tal hora marroquí, estuvieran preparados tanto el padre como la madre en la tienda de Zegangane, que Muh iba a llamar por teléfono.

Si a Muh le había costado meter en el artilugio su rifeño pueblerino ante el oído extrañado de los parroquianos del bar, con el humo del cigarro calentándole la garganta y un par de quintos que le ablandaban la lengua, hablar en vivo con los padres se le hacía todavía más cuesta arriba. ¿Qué les iba a contar? Que estaba trabajando pero también aprendiendo como un rayo una lengua que hasta hacía unos días le era del todo ajena, que se emborrachaba a menudo porque, como decían los habitantes de la Capital, «el moro no sabe beber» y que le estaba gustando esa vida sin cantos a la oración ni el miedo atávico a los «cristianos», con quienes se podía convivir pero no tenía prohibido mezclarse porque «ellos son ellos y nosotros somos nosotros». Le punzaba una extraña culpa a Muh que no sabía muy bien de dónde le venía, tal vez de haber traspasado la frontera que separaba a unos y otros en la distancia geográfica. Sí, él se había mezclado y bien: ¿qué más podía hacer en la fría ciudad de adoquines que amanecían a menudo cubiertos de resbaladiza escarcha?

Era un domingo por la tarde pero ese día los adoquines seguían brillantes por una ligera pátina de humedad, hielo bajo los tacones de cowboy del Moro, ahora ya con la mayúscula ganada. Los mismos pantalones de tergal, la misma camisa estampada pero encima llevaba un abrigo de piel de cordero vuelta que le llegaba a la rodilla. Con aquella luz grisácea tendría que aclararse la garganta, deshacer el nudo que lo oprimía cuando pensaba en su madre (le venía el gusto de la mantequilla fermentada al recordarla), coger aliento y entrar al fin en la casita de cristal tan pequeña puesta en medio de la plaza, lo que sus vecinos llamaban «cabina». En el bar había visto una película en la que un señor se quedaba encerrado en ella y no dejaba de pensar en el extraño destino de aquel hombre encerrado para siempre. No te engañes, Muh, se dijo ya en castellano como si fuera el Rojo el que le hablara. Su cabeza pensaba ahora a menudo en el idioma de quien le tendió una mano por primera vez. Para quitarse el desasosiego y volver a acostumbrarse a una lengua alejada canturreó el «lalla iimma», pero fue peor, la letanía aflamencada apretaba más aun el nudo en la garganta.

—Iwa zid —se dijo, dándose la orden como habría hecho su padre, y se metió en el cubículo de metal y cristal.

Llevaba todas las monedas de las que había hecho acopio, no sabía lo que le costaría una llamada internacional. Años atrás no lo hubiera sido, cuando él nació en Marruecos —por lo menos su Marruecos era España—, pero ¿qué más daba la Historia? Ahora tenía que concentrarse en marcar los números que le había escrito el tendero en el último sobre que le había llegado junto con la cinta donde el padre decía que la madre estaba enfermando de añoranza. Y en esas palabras él había leído «te fuiste, te mezclaste con los cristianos y te olvidaste de quien te trajo a la luz de este mundo». Los reproches de la mujer los tenía tan adentro metidos que no le hacía falta ni tenerla cerca para oírlos. Iwa zid, se gritó en medio del silencio provinciano y escuchó atento los tonos pasándose el peine.

Fue todo más rápido de lo que había esperado. A lo lejos la voz de su madre le pareció más ronca, envejecida, pero le juró que estaba bien, solo lo echaba de menos. Tuvo tiempo de hacerle la odiosa pregunta: ¿cuándo volverás? Y él, lo de siempre: soy un hombre, ya se verá. Que quedaran una vez al mes, le dijo su padre. Que a la misma hora. Para cinco minutos de charla en la que la mitad eran saludos y barcos y más barcos llenos de abrazos y besos. Que no se olvidara de la cita o su madre enfermaría.

Cumplió, claro que cumplió. No habría soportado los sollozos de la señora que siempre le recordaba lo que había cargado por todos sus hijos. La deuda de vida la tenía Muh grabada a fuego, no habría podido imaginar otra cosa y por eso cada primer domingo de mes paseaba su estilizada figura por los adoquines de las callejuelas hasta llegar a la plaza y volvía a hablar en su lengua materna. Cinco minutos al mes dejaba de ser el Moro que no sabía beber, el mezclado que pensaba con las palabras de sus compañeros de barra y volvía a ser Muh, Muh inu, Muh mío, en la voz fatigada y lejana que lo inundaba dentro de esa casita de vidrio y metal.