Marta Sanz

El lugar de la felicidad

Miro la pared de mi casa y veo una pequeña grieta zigzagueante que trepa hacia el techo. O quizá esta evolución de la grieta sea imposible y, en realidad, la grieta provenga del techo y baje imperceptiblemente hacia el rodapié. Mi mirada es metafísica o acaso arquitectónica, pero queda interrumpida por el tono de alerta de recepción de mensaje. Me horroriza cambiar de móvil. Ir a la tienda para que clonen, migren, transfieran mis fotos, mis aplicaciones, mis correos y mis contactos de un dispositivo a otro. Antes sentía miedo al entrar en una sucursal bancaria —como una ladrona, como una extranjera que no entiende la lengua vernácula—, pero ahora me da reparo traspasar la puerta de una tienda de telefonía para resolver cualquier asunto.

Mi vejez y mi incapacidad para ciertos lenguajes y razonamientos se hacen palpables. Tarjeta SIM, datos móviles, optimización del sistema. «Quiero llamar». Venzo mi temor porque las voces e instrucciones que me llegan a través de micrófonos y altavoces a menudo son sordas: «No le he entendido, ¿puede repetir?». Me apabullo. Soy tan, tan, tan analógica.

  1. Lo único que me provoca cierta satisfacción cuando cambio de móvil es elegir los tonos de llamada y de mensaje: simple, claridad, resurgimiento, ondas, salpicaduras, gránulos… Ahí me siento dominadora de un aparato que, en realidad, me domina a mí. «Te pongo los gránulos, te fastidias», pero es el aparato el que me persigue y me llama e invita a mi dedo a deslizarse por la pantalla para buscar información que no me interesa o me interesa más de lo que quiero reconocer —programas de cocina, fórmulas magistrales para mejorar la salud y ser eterna—. Se produce una interferencia continua en mi búsqueda de paz o en mi deseo violento de engancharme al mundo material. Ahora mismo, el tono de alerta «Instante» —un nombre simbólico— ha interrumpido mi momento metafísico con la grieta de la pared. Esa forma de vivir la metafísica, para mí, es extremadamente material. Soy tan, tan, tan doctora en Filosofía.
  2. Acaba de entrar un WhatsApp de Daina. Ella viene a limpiar tres horas todos los viernes. Daina es otra de mis conexiones con el mundo material, aunque, si me paro a pensarlo detenidamente, me lleva a lugares extraños que no llego a entender bien.
  3. Daina tiene los mismos años que yo. Habla español. Es fuerte, compacta, suda. Mientras limpia la casa, canta himnos evangélicos. Parece extraordinariamente feliz. Yo nunca canto himnos evangélicos, aunque a veces entono tangos con una vocecita cada vez más disminuida. En cuanto a mis manos, se empiezan a parecer a las garritas de un jilguero aferrado al palo de su jaula. Si no saco brillo a la plata ni paso la bayeta, mis manos me parecen ajenas. Daina, en cambio, las tiene anchas, poderosas. Se diría que el universo entero se sostiene sobre ellas.
  4. Cuando Daina limpia, yo escribo. La oigo en el fondo de la casa. Sus movimientos son acompasados, enérgicos, vitales. Me infunde un bienestar extraño. A veces imagino que soy yo la que limpia y ella la que escribe. Y me asusta que no note la diferencia.
  5. El viernes pasado, mientras yo repasaba una conferencia titulada El lugar de la felicidad, Daina me enseñó un vídeo en su móvil. En él aparecía caminando por un piso nuevo: «La campana extractora. Es preciosa, la campana. Luego, ahí, el salón con la tele de plasma. Y la luz que entra desde la terraza. Salgo a la terraza, Susi. ¿Ves? Las flores. Los geranios. El amor de hombre. Juan dice que vamos a plantar buganvillas. Entro por otra puerta corredera desde la terraza. Este es el dormitorio principal. Con colchón viscoelástico. Para mi espalda, Susi. Hemos puesto un tocador con espejo. ¿Ves, Susi? Enfrente, está el dormitorio de invitados. Lo hemos pintado de azul. Relax, relax —risita campanilla de fondo—. Este es el baño con la mampara transparente de la ducha, ¿ves qué bonito? En nuestro dormitorio hay otro baño que no te mostré. Vuelvo. Este es más grande. Tiene bañera y, en estos tarros, guardamos sales de baño aromáticas… ¿Ves, Susi? ¡Armarios empotrados!»
    Debajo del vídeo, corazón, corazón, corazón.

Le respondí: «Qué bonito todo, Daina. 😊 Piénsate bien lo de las buganvillas: son muy sucias». Daina me contestó: «Lo pensaré. Gracias, Susi». Ella me suele hacer caso.

  1. La campana de la cocina de Daina parece un extractor religioso que capta, gradúa y expulsa la luz de Dios. Un ojo hacia el cielo. Una puerta por la que entran y salen los arcángeles y otros entes fantasmagóricos. La televisión de plasma, también.

Las tapicerías del sofá de mi salón están depredadas por las uñas de mis gatos. Mi colchón se hunde. Frente a mí, la grieta.

Me conformo imaginando cómo el próximo viernes Daina limpiará mi pequeña y grasienta campana extractora. Seguro que cantará. La ri la rá.

O quizá el próximo día cuando Daina llegue a mi casa me encuentre con los guantes de goma puestos. Le prepararé un daiquiri y meteré en su copa una sombrillita de papel.

  1. Cada dos por tres, recibo mensajes de Daina. Fotos de Rumanía con su familia en el campo. Las niñas exhiben encantadoras sonrisas con diastema y parecen formar parte de un cuadro de Monet. Daina me envía fotos de flores cultivadas en su terraza-jardín. A veces posa en marcos incomparables metiendo la tripa. Cuando posa, Daina se pone intensa. No sonríe. Mira fijamente a la cámara y levanta los brazos en un gesto insinuante que resulta casi majestuoso.

Yo me digo: «Daina vive en el lugar de la felicidad». Y al instante me descubro pensando que ese lugar es un piso de protección oficial con campana extractora, terraza y buganvillas.